El mapa de mi padre
En casa
de mi madre hay un mapa muy viejo. Un mapa que mi padre uso, hace treinta años,
para mudarse de Buenos Aires a Merlo, San Luis. A veces parece un fósil, otras
veces una hoja de otoño sobre la tierra seca. Cada parte doblada del gran
pliego es otra ruta, la cartografía se abre al espacio buscando lugares nuevos,
vidas nuevas. Las líneas rojas y azules son arterias iguales que las nuestras,
venas como las de mis hijos. La piel es un papel o un plano de posibilidades
terrestres, algo que el corazón nos informa aparece lentamente en la
superficie. Hacía algún lugar vamos cuando vemos la mano de un niñito hundirse
en el barro, tomar una piedra. Hacía algún lugar vamos, sin desviarnos de las
antiguas huellas, cuando paseamos agarrados de sus manitos. Las primeras veces,
cuando Valentino empezaba a caminar, además de llevarlo, iba dibujando con mis
dedos el contorno de suyos, un ritual simple para pronunciar esos encuentros en
la dimensión del tiempo.
Así
el mapa se amplifica con el afecto, con la piel, con el recuerdo; una escritura
epifánica en las coordenadas de la felicidad.
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